El viaje era de seis horas en total, desde la casa arrendada en La Serena hasta Santiago. Nos detuvimos sólo dos veces en el camino, la primera en un pronto para comer alguna cosa sin carne y luego en Quinta Normal. Allí dejamos el auto cargado con un poco de temor porque la mitad del equipaje venía en los asientos. Estacionamos a una cuadra del Hospital San Juan de Dios, ese que veía cada domingo camino al ciclo de Almodovar en Matucana. Ahora supe qué era, aunque nunca tuve la intención de conocerlo por dentro. Pero allí estaba mi tío, y aunque no lo sea, es el único de los dos que tengo que merece llamarse abuelo.
Todo comenzó (la peor parte) la semana pasada en que mi madre recibió una llamada. La quimioterapia que intentaba destruir el cáncer linfático había logrado destruir mucho más que algunas células. Sus defensas estaban tan bajas que una fiebre lo mandó directo a urgencias. Mis papás se gastaban los minutos del celular estos últimos cinco días preguntando por su estado, y el panorama no se veía nada de bueno, como dijo mi abuela, que a estas alturas con tanto cáncer ya tiene depresión.
Entramos al hospital y nos encontramos con ella. Teníamos que subir de a uno y ponernos una mascarilla. Éramos cuatro; mis papás, mi hermana y yo. Fui la última. Yo quería verlo. Días antes había soñado que una llamada por celular nos comunicaba su muerte. Quería estar con él pero cuando mi hermana subió me puse nerviosa. Pensé en qué decir, en cómo actuar. No llegué a nada, no me dio el tiempo para pensar en qué decir para que se sintiera bien, o en qué no decir para que no recordara lo mal que estaba. Y es que nunca me había enfrentado a esto y me daba miedo lastimarlo por cualquier cosa, nunca había enfrentado la posibilidad –ahora que tengo más conciencia d elas cosas- de que alguien querido podría morir.
Llegó mi turno y subí. Encontré el pasillo y los nervios comenzaron a aumentar. Mientras caminaba se me apretó el pecho, ese lugar no era como la recepción del primer piso. Era un pasillo hostil, con paredes que parecían descuidadas y sucias, y personas enfermas que se veían a través de las grandes ventanas de cada habitación. Sentí enrojecer mis mejillas y ese brillo en mis ojos indeseable. Llegué al último pasillo y lavé mis manos con jabón. Las indicaciones fueron a la izquierda, segundo piso, derecho, al fondo. Seguí al fondo, pero realmente no era al fondo y él ya me estaba mirando hasta que me devolví y lo vi. Pero entretanto, había alcanzado a ver a una señora atendida por una enfermera y a un señor que no pasaba de los 60 años con la cabeza completamente calva. Me puse la mascarilla y entré. Lo ví con su pelo más canoso que nunca, que antes de que su cayera de a poco era negro y contrastaba con sus ojos azules, que ahora habían perdido un poco el brillo, pero hacían el esfuerzo por brillar aunque sea un poco a la par de la alegría que podía sentir al recibirnos como visita. Besé su mejilla a través de la mascarilla y apoyé mi mano cerca de la suya. Él apoyó su mano caliente por la fiebre en ésta, y con mi otra mano la cubrí. Así nos quedamos el resto de los pocos minutos que duró la visita. Me contó que la fiebre era tal alta que menos mal que alcanzó a llegar, porque o si no, ya estaría en el cajón, como me dijo. Se veía tan delgado y débil que intenté cuantas veces pude decirle que ya estaba mejor con una sonrisa que no se veía por la mascarilla calurosa, pero que sé que alcanzó a sentir. Le dije que lo quería mucho, y esta vez no me costó decirlo. Me despedí con otro beso cubierto de tela blanca, lavé mis manos y cerré la puerta. Salí del pasillo con un nudo en la garganta que amenazaba deshacerse en lágrimas en cualquier momento, pero me contuve. Al llegar abajo mi mamá hablaba de él con sus ojos llorosos y nuevamente hice el esfuerzo por ahogar el llanto.
Ahora, recién después de cinco horas -mientras escribo- estoy dejando salir algunas lágrimas, pero ni eso puedo tranquila porque no quiero que vean mis ojos enrojecidos y temblorosos. Estoy tragando junto a las lágrimas las circuntancias. No imaginé verlo así nunca, y espero que el digasnóstico de que está mejor continúe hasta que salga de ese lugar que en vez de dar esperanzas a las personas enfermas, pareciera ser una señal de ir preparándose para lo peor.